Cuando tenés un trabajo que no te gusta, que te desmotiva, que te aburre, generalmente te sentís un desgraciado. Luego llega un momento en que, tratando de contrarrestar tanta mala onda comenzás a disfrutar de cosas mínimas, que en otro entorno serían insignificantes. De cierta forma se trata de darle sentido a las 8 (o 6 si tenés suerte) horas diarias de tu vida que pasás jugando un juego al que otro pone las reglas y que generalmente también es el árbitro.
Pequeñas latencias laborales es una especie de listado de esas cosas raras y casi imperceptibles (reales o imaginarias) que por lo menos a mi me generaron un poquito de placer durante algún tedioso día de trabajo.
1.
Me gustaba ver como sus dientes quedaban cubiertos de
chocolate luego de engullir ávidamente su ineludible alfajor matinal. Me miraba
y sonreía ampliamente, mostrando los restos de la oscura y pegajosa materia
como si fuera un trofeo, como el tigre que muestra sus dientes ensangrentados
luego de devorar a su desafortunada presa.
Una mañana un pequeño rastro de la cobertura había quedado
adherida a su mejilla. Se acercó a mi para hacerme una pregunta, tan cerca que
pude sentir el dulce aroma del cacao sintético. Mi lengua se estiró de manera
casi involuntaria acariciando la suava y tersa piel de su rostro, sintiendo el
azucarado sabor y la tierna textura en un momento de luminoso éxtasis.
Cerré mis ojos para atesorar la sensación, para detener ese
momento y al abrirlos lo vi nuevamente. El rostro laxo, mirándome anonadado – pasó algo? – tenés un poquito de chocolate en la mejilla, - Ah!
Desvió la mirada casi avergonzado y se pasó la mano por la mejilla barriendo
por completo el rastro de lo que alguna vez formó parte de aquel alfajor. –
Ahora? – ya está, dije sonriendo y el sonrió también.
2.
Me gustaba escuchar el sonido de su enorme y opaco morral al
chocar con la superficie de la mesa de trabajo que compartíamos. Al llegar lo
arrojaba con desdén sobre nuestro espacio compartido. – Buen día compañera,
decía con una sonrisa cómplice mientras las hebillas metálicas producían su
sonido estridente al chocar con la rígida superficie.
El lugar que ocupaba ese morral en la mesa, en nuestro
espacio común siempre tendía a invadir un poco el mio, aunque fuera por unos
pocos centímetros. Estos centímetros eran la excusa perfecta para que nuestra
proximidad aumentara durante el resto del día. Poco a poco su silla con rueditas
se acercaba al morral y por lo tanto a mi con la excusa de sacar algún objeto
imprescindible para sobrevivir el resto de la jornada. Primero el Ipod con sus
grandes auriculares (la ausencia de música en aquel lugar hubiese sido igual a
una muerte lenta y dolorosa). Cuando retrocedía, siempre quedaba más próximo a
mi de lo que lo había estado cuando se sentó por primera vez. Luego el celular,
la agenda, una lapicera, un chicle. Esto hacía que cerca del medio día
estuviéramos tan próximos que podíamos comunicarnos susurrando, emocionándonos
con la idea de estar transgrediendo las “normas de comportamiento en el lugar
de trabajo”.
Esta lista continuará... ;)
Los collages fueron realizados con imágenes de las películas "Metrópolis" de Fritz Lang y "1984" de Michael Radford.
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